Alicia y el País de las Sombras 🌸

Había una vez, en un rincón muy lejano —o quizás muy dentro de ella misma— una joven llamada Alicia. Ya no era la niña que perseguía conejos blancos o tomaba té con sombrereros locos. Ahora era madre.

Su bebé había nacido hacía unos meses, y aunque todos a su alrededor celebraban la alegría de una nueva vida, dentro de Alicia, algo muy diferente comenzaba a crecer: una sombra.

No era una sombra malvada, ni de esas que se esconden bajo la cama. Era una sombra silenciosa, invisible para todos menos para ella. La acompañaba día y noche, susurrándole que no era suficiente, que su bebé merecía algo mejor, que no tenía fuerzas para seguir.

Una tarde, mientras su bebé dormía, Alicia cerró los ojos… y despertó nuevamente en el País de las Maravillas. Pero esta vez, todo era distinto.

Los colores estaban deslavados, los árboles lloraban hojas grises, y el conejo blanco, en lugar de correr apresurado, estaba acurrucado bajo un arbusto, repitiendo:
—No puedo más… no puedo más…

Alicia lo observó y sintió un estremecimiento familiar. Caminó por el sendero y se encontró con el Sombrerero Loco, quien ya no reía. Ahora tomaba su té en silencio, mirando la nada.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Alicia.

—El País de las Maravillas ha perdido su maravilla —susurró el Sombrerero—. Desde que nació tu bebé, tú te has ido alejando de nosotras. Tu tristeza se ha filtrado hasta aquí.

Alicia bajó la cabeza. Las palabras del Sombrerero dolían porque eran ciertas. No se sentía ella misma. No entendía por qué, si debía estar feliz, solo quería desaparecer.

Entonces apareció la Reina Roja, no gritando ni exigiendo cabezas, sino susurrando como una vieja conocida:

—No eres buena madre… todos lo saben… tu bebé estaría mejor sin ti…

Alicia tembló. Esas palabras no venían de la Reina Roja, venían de su propia mente, disfrazadas.

—¡Basta! —gritó, y la tierra tembló.

De entre la niebla surgió una figura brillante, serena: era la Oruga, pero esta vez transformada en mariposa.

—Lo que sientes tiene nombre, Alicia —dijo suavemente—. Se llama depresión posparto. No es culpa tuya. No eres débil, estás enferma. Y puedes sanar. Pero no puedes hacerlo sola.

—¿Y cómo salgo de aquí? —preguntó Alicia, con lágrimas.

—Con ayuda. Necesitas hablar. Con un médico. Un psiquiatra. Ellos no te juzgarán, te entenderán. No estás sola, Alicia. Muchos han estado aquí antes, y muchos han regresado.

Alicia cerró los ojos. Cuando los abrió, estaba de nuevo en su habitación. Su bebé seguía dormido. El móvil colgando sobre la cuna giraba lentamente. Y por primera vez en semanas, Alicia respiró profundo.

Al día siguiente, llamó. Y pidió una cita.

Porque entendió que la maternidad no significa olvidar quién eres. Y que buscar ayuda no es rendirse, es comenzar a regresar.

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